lunes, 1 de noviembre de 2010


Mi nona Guille.

Crecí viendo a mi abuela torcerle el pescuezo a las gallinas.

Les amarraba de las patas con una pita azul o roja, que guardaba cuando desamarraba los costales que, a hombro, traía del mercado. Las ahorcaba en una reja hasta que dejaran de mover las alas y definitivamente sus ojos dejaran de temblar. Pasaban al lavadero de la casa para el desplume, los baldes se tragaban todo lo que no se podía comer. Plateados eran los platones, morada la sangre y duras las muñecas de mi abuela. Estando desnudas ya, desfilaban al fogón para "quitarle los cañones". Enseguida eran descuartizadas y llevadas al agua hirviendo con las demás hortalizas. Los perros siempre levantaban el hocico y miraban como arrugando las cejas al dolor o sacándole la lengua al instinto. A quien le saliera el corazón era alguien afortunado. Pero mi abuela algunas veces hacía trampa. Mucho después vine a enterarme, de que ella metía el corazón en mi plato. Extraño se me hace ahora, que a mi mamá nunca le disgustó perder.

Mi nona Guillermina no nos dejaba despiertos después de las 8 de la noche ningún día, ni tampoco nos dejaba dormir más de lo necesario, o como la mayoría de veces, no dejaba dormir lo suficiente. Siempre con un sermón sobre su vida en el campo y sobre sus antiguos patriarcas que la hacían voltiar para sembrar lo que se llevaba al estómago. Dicho discurso legitimaba con gran radical jerarquía su chamizo, que tanto temimos mi prima Jenny y yo. Daba terror escucharle la comba a esas ramas sonando contra los pies de alguno de mis primos. Hoy recuerdo con alegría que corríamos con esas patas rojas por toda la casa. Nos cascaba por andar descalzos.

En el patio de esa casa inmensa había cilantro, ahuyama, palos de mango, cocos, mandarina, merey, gallinetas, perros, lombrices rosadas de tierra y perras con nombres masculinos italianos. Mucho después de sus muertes pude enterarme de que Chocholi y Liqui no eran machos sino hembras, algo que seguramente me hizo crecer con alguna distorsión sexual animal. Cuentan rumores familiares que esos nombres caninos fueron el resultado de una comprometida afición de mi tio Julio por el ciclismo. No lo sé, pero en casa de mi nona Guillermina no crecimos rodeados de bibliotecas o grandes conversaciones sobre el arte y el espíritu, pero si crecimos en un ecosistema lingüístico singular, con comida salida de la tierra de nuestro propio patio, el olor a ese mango ácido del que estaba prohibido comer con sal, los picos de botella partidos alrededor de toda la casa para que no se metieran los ladrones, los claraollas en donde se cagaban las palomas y dejaban sombras sobre el piso de tabletas amarillas y vino tinto en donde se podía jugar rayuela todo el día.

La casa de mi nona Guille era una visagra cultural. Se trataba de un refugio de costumbres, alimentos, lenguajes, colores, aromas, texturas y reglas campesinas ocultas para siempre en el casco urbano de la ciudad de Cúcuta, que se fue perdiendo a medida que nuestros primos y yo, que no nacimos en el campo como mi abuela, fuimos al colegio a educarnos. Desde ese entonces las matemáticas de segundo grado nos infundieron más miedo que el Chamizo en las grandes manos de doña Guillermina Ortega. Llegó la buena educación y la magia terminó.

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